José Hernández

Alzo la vista (ya cumplí el objetivo de comenzar con la letra A el primer párrafo) y la veo: con hombros atrevidos y mirada cerúlea, andar musculoso y manos en forma de jade, una hermosa culona de candentes precisiones comienza a entrar desfachatada y sobriamente a la clase de filosofía. Logros hay muchos, tenazas por otra parte... Tuerzo la mano debajo del bolso y arrastro la marioneta hacia el fondo mismo del lánguido cigarro. Sube un humor blando como un quiste y ella (perdonen que adivine así) ojea los negativos en su mente sin verlos, aparentemente sin sentir mis manos en su cintura color brasilero. Le invitaría un chorizo, un chizito, una choza entera, mi tetera, las mantecas que aún no se han fabricado y el nuevo producto que saldrá al mercado cuando multiplique mis penes: un mikado. Pero la siento diferente, no entra sola, vienen sus amigas con ella. Mi voz suena desagradablemente cero cero siete cuando la miro. Y suspiro. Ni de miedo ni de migajas, solamente un manojo de virus bebiendo tequila a destajo por los costados del hocico sacudido.
De pronto y sin prever, la parvada humana sutura en silencio la explosión cerrada del aula magna. Preferiría no entrar en detalles... Ella convoca su lengua por la sed de unas arterias que ya no son mías luego del polvo seis. ¡Me encajas mentiras mientras suspiras! ¡Yegüita de supermercaditos! Cierran los libros, cortan los pasos, envuelven las manos en semen de chanchos. Y pasteurizan todas aquellas cosas que la crisis del dos mil dos no nos ha entregado...
Me retiro derretido. El sonido de la hache en los anglosajones. La puerta de la clase siempre estuviste abierta, madre. Gracias, muchísimas gracias. Hoy y siembre.