Serafín J. García

Las madres que dan de todo por sus hijos usan el cabello suelto. ¿Cómo es esto? Es muy simple, de hecho. Estas madres, que atraviesan la calle embelesadas por su propia suavidad y qué sé yo, tratan de igualar lo sedoso de sus manos con su andar acompasado, despreocupado y sin silencios, sus caderas podrían parecernos hasta indiferentes, pero en realidad dan muestra de una articulación rítmica sin igual. No hay mucha diferencia entre ellas y la armónica comprensión del universo que tenían las tribus latinoamericanas. Hablo lógicamente de los pueblos donde la agricultura y el pluricultivo eran suficientes, y tanto la luna, madre universal de todas las caricias climáticas, como el pasaje de las estaciones, eran suficiente música natural para sentir que cada día era un completo conocido, un hermano o un sencillo organismo en el cual nosotros (ellos) éramos (eran) otra célula más. Y justamente estas madres de las que hablamos hoy, poniendo especial atención en su moda capilar, pueden ser leídas como lunas andantes que exudan un cálido equilibrio mientras arrojan las túnicas al lavarropas automático en una divertida cámara lenta con aroma a delicada lavanda violeta y a sol de primavera. Ellas, en un gesto harto sencillo, sonríen ampliamente, sintiendo el cósmico bostezo que deja un orgasmo profundamente tibio en la mañana del domingo, cuando las yemas de los dedos maternales quedan embebidas en el húmedo candor de una ternura autoadministrada a través del simpático amor del placer propio, en un lerdo sopor digno de ser envidiado. Los niños se despiertan con cabecitas calentitas y mami les tiene la leche prontita.
¿Qué?