Felisberto Hernández
A menudo camino por las calles de la Ciudad Vieja entendiendo que los edificios que allí erigidos portan vejez, alguna vez fueron cepa de un trigo aporteñado y lustroso, desvencijados a propósito y con la sana intención, incluso naif e ingenua, de voltear la camaradería soez de las whiskerías en un invisible homenaje al Santo Grial o, me atrevo a perspicacear, a los caballeros de la tabla redonda y a sus majestuosos caballos musculosos y fieles, briosos corceles de una época donde los ómnibus eran más obsoletos que desconocidos. Podría escucharse la vibrante música de Telemann a través de los escaparates arcillosos de una de las suavecitas calles empedradas que todavía llevan río arriba, dando vuelta al ajeno viento que trae la costa con el aroma de la pesca y las parejas que van allí a echarse un polvillo, o a inclinarse por la manipulación de los trozos que las hormonas a esa edad, como a cualquier otra, enchastran. Los aromas de las revistas, las camisetas de manga corta, la ropa interior de los setentas, y los puros, habanos y algún vaso cortito donde los amabilísimos mozos de bigote traen las cerillas (todas cabeza arriba) a los extrañados turistas que derrapan en los bares a por un café y un trozo de pan con huevos duros hombres de negocios avanzando a trancos perfectos con sus trajes engalanados por el número de la mañana temprana y fresca, con sus rostros denunciando la alegre victoria que les depara un futuro de constante cotejo y atención, la nada sutil tarea de restregarse en el rampante naufragio dulzón del inexorable empleo full time. Las minifaldas de cuero de las muchachas hippies, con su sonrisa pestilente y las manos abnegadas, trabajando los mates, caravanas, pulseras y coloridas fundas para teléfonos celulares, todo a un precio que les ahorrará cariño en el día pero les proveerá alivio en las noches recostadas, cuando apoyen suavemente la bronceada pierna desnuda en la ventana abierta, presas del calor del estío montevideano, pero con la conciencia en reglamento, la música de Pablo Milanés o alguno de estos ocurrentes guarangos, y el pecho diluido en el lisérgico y necesitado blando amor de la ciudad dragón Montevideo.