Jorge Luis Borges

Había una vez, en un lejano país muy al norte, una niña llamada Cronha. Yo viajé seis semanas con sus días y noches para conocerla, pues se decía que ella tenía el don de hacer ver el futuro a cada quien.


Según rumores, por dos mil dólares canadienses ella podía hacerle soñar a una persona qué era exactamente lo que iba a pasarle, pero había que descifrar luego esos mensajes como una bandada de aves que emigran socarronamente al cobijo natural de otras pasturas. Entonces armé mi mochila con un par de mudas limpias y fui. El frío arrebató mi cuerpo los dos primeros días de espera, porque Cronha tenía mucha gente aguardando su entrega. Pero al fin mi día llegó. Era una casita preciosa, cada tul en su lugar, un fuego prendido y un aroma distinto. Ella era hermosa, sin duda descendiente de vikingos, una muchacha de piel muy blanca y hermosas trenzas doradas. Aún recuerdo su sonrisa: aritmética.


Comenzó a hablar en un idioma que no entendí y me ofreció algo para beber. Un vaso hecho de piedra con un líquido transparente dentro. Y bebí. Un sueño profundo empezó a mecerme y lentamente me acurruqué en el suelo mientras veía por el rabillo del ojo que ella tomaba de entre las cosas de su mesa, un aparato de radio y sintonizaba el primer campeonato de pelota vasca (Noemí Pastor hacía buñuelos).
Lo próximo que llegó a mi ser fue aparecer de pronto en un jardín hermoso y basta. Flores bellas y una bonita y hermosa belleza indescriptible, parecía un cumpleaños de quince soñado. Música bucólica y nada de paradigmas!


Pronto aparecieron unas piedras, unos brazaletes de oro y unos cordeles suaves, como espigas, como cuando tengo apetito de sexo. Y luego doce arañas que subían por mi cuerpo. No tuve miedo. Sentía una cómoda sensación de protección y oscuridad. Ellas subían como dulces manos jóvenes por mi ropa. Entonces, y como en un sueño inaudito, comencé a ver todas la arañas que tejían su tela a mi alrededor; tres de ellas tenían puesto un vestidito precioso tipo jumper, y las otras tres hablaban de mí con vocecitas de duendes, con risas y jueguitos como golosinas atrevidas, ojitos traviesos y olor a caramelo hecho en casa, galletitas de eneldo, boldo, manzanilla y necio de mierda. Sonreí sintiéndome muy osco, y nuevamente comencé a dormirme pensando esta vez en mi madre (vainilla) y en la época de la jubilación que propone una ultra derecha democrática y sin tapujos.


Palpé claramente el sortilegio, sentí que esa secta había crecido dentro de mí y un llanto cálido me vino a los ojos, a todo mi cuerpo entero, una emoción inmensa que me avasallaba. Pronto vi reflejados en un espejo (el espejo de la verdad) mis propios números de los que se desprendía un fuerte y cálido olor a leche materna, ansias de dar falso testimonio, un sentimiento inexplicable de ternura y fragilidad a la vez, de fortaleza, de paz, de alegría, de que ya ninguna anomalía afectaría con osadía mi estadía en Normandía! Y no me dolía.
Lo último que percibí fue una colcha de aluminio y un viaje por el interior de un gaucho muy fuerte, muy valeroso, muy honesto, un hombre pacificante: ese debía ser mi equivalente: un trapecista de la felicidad: una suposición fidedigna.


(Gracias Ana Siempre)