Idea Vilariño

El infanticidio era como la mejor y más perfecta de las excusas a la hora de deslizarnos por los sombríos senderos cavernosos del amanecer incipiente. Una, dos, tres pastillas de un olor que alejaba a las polillas y el saco caía desmembrado encima de la carretera. Luego, el agua... Un agua densa, profunda, con tonos que iban desde el inmenso negro viscoso hasta el chispeante gris de la discordia, lo innecesario y tus manos echando jamón troceado en mi cajilla de profilácticos. Parecíamos niñas babeando por otro melancólico dios pop: el lastre...
Enseguida las manos cobraron un cierto amargor dentro del bolsillo. Ojalá te llamaras Anahir. Y lo que la luna nueva no hubo de traer en sus costosas alforjas de piel lechosa, lo trajo una mujer de suecos ruidosos: el sabroso predicado que deja al destino en una avasallante noria de goma: la columna vertebral de toda chota raíz humana: sexo sin tocarse. La paz. El idilio. El alimento.La adictiva candidez de lo reprimido dormido... Rápidamente garabateamos mientras corríamos el autobús. La facultad caía en malformados chorros de concreto, sillas, brazos y piernas de una estructura que los propios alumnos habían deseado allanar desde el primer día, como nuestro juego de violarte con las reglas del olor limítrofe y los tropezones carcajeantes en tus nalgas de papel glasé verde. Ruido de botellas entrechocando. Una luz y el chat con otra morocha de cerquillo perfecto, ojos desnudos y un olor a perra del infierno. La lluvia caía a pedazos cónicos contra la ventana del escritorio y yo me masturbaré serenamente e intensamente, como quien comprende, a fin de cuentas, que cualquier día es el buen día para la receta secreta...