Mario Delgado Aparaín


Llueve en este blog. Desde que el aticismo posmoderno ha tomado por completo los "confundidos pasteles" de la nueva literatura europea, las vacas sagradas han pastado más que ciertos candidatos impuestos por la gobernanta que exige, demanda y controla las leyes del felpudo social. Levar las anclas de la revolución en pleno siglo veintiuno es desgarrador aún para fans de lo cotidiano, pero sin embargo, ¿no está en el alma del culto la permeable resistencia a lo fríamente descollante? Check this out.

(En la letra ene arrancó una parábola, te aviso).

Nada más miremos a nuestras nuevas jóvenes poetizas, disfrutando sentadas en las aceras en mesurado y justo vilipendio de sus acríticas sustancias, deconstruyendo lo banal para transformar lo clásico en apuntes de Kafka, mientras ellas ya han dejado de ser los hilos que retroalimentan la maquiavélica maquinaria freudomarxista de la horca. Es decir: ya bocetean escrotos como quien lava y no tuerce mientras, ¡tú en tu casa te tocas un poquitito la bayoneta que la guerra descartó! ¡Quién! ¡No! ¡Pará! ¡Y!

Hagamos la pausa de Juan Crisóstomo: el colegio ha sustituido a las escuelas, la sal a la docencia, el sobre a los hechizos, ¡el barco sobre la mar y el caballo a la montaña! Otras pasturas nos obligan a dormir con el pene cabizbajo y la sonrisa euclidiana de los ojitos abiertos... ¡Cómo se me arruga la materia cuando el sordo manjar se pone fofo como tu madre anoche! ¿No es hora de apagar las camaritas digitales y el compromiso que nos depara el desafío de un desaire tal? Bajamos las manos del teclado, reímos con los chavales de la callejuela vecina y archivamos la soledad y el sufrimiento, el dolor y la depresión en el sótano oscuro, fétido, verdoso medio boludo, canalla y sátiro. ¿Qué pasa con las chiquilinas que caminan de rodillas? Tras nuestras pantomimas ensayadas una y ostracismo se halla la respuesta: somos una fábrica de persignarse.