H. P. Lovecraft

¡A capa y espada! Escapa. Espada y capa. La espada capa. La escapada. Y por suerte y para finalizar, el spá. No porque hubiéramos coincidido en las maneras de torturar a los clientes de la taberna, sino por tomar en nuestras manos las riendas del absoluto. No vivimos en un vodka, ¡por favor! Nos ven por la calle, vamos sentados en los asientos traseros de los autos, corbatas negras, ceño fruncido, manos límpidas con olor a (repito) ONE de Calvin Klein, zapatos lustrados, jeans oscuros algo gastados y cintos con forma de camiones Scania.

Del vehículo emergen estridentes consonantes de la boca de la minita de Portishead y nos bajamos. Hay viento pero no me despeinaré. Nuestros brazos parecen aviones de aeromodelismo, muy extensos y manipulados a control remoto mental por cada uno de nosotros. Y en una actividad sin presidentes, mojamos el pavimento. Las gurisas se nos echan encima, se nos enciman, se ensimisman, se encintan se ensalivan, a capa y espada, viajando por los moteles de Eley (Los Ángeles, California, Estados Unidos) y eso es lo que hace fuerte a nuestro país: las calesitas de niñas que no toman cerveza en la rambla y no hacen nada sino ir cediendo, año tras año, a sus deseos, meter la utopía en una cartera de las tipo portafolio y dejarlas secarse sepia en abajo del ropero, como angustia que se torna en puñaladas de lesbianas que no consuman su amor, los millones de costillas redondas que hace años que no como, simplemente a la plancha caliente.