María Eugenia Vaz Ferreira

Cuando niveles de calor cáusticos abducen el sitio, tomo las riendas con el dorso de la mano y esparzo el cancionero de Natasha Atlas en derredor. A sabiendas comienzan a bajar los aguijones. Bajan aguijones por cada pared. Parecen lentos bebitos sin sexualidad portando alas de mariposas nocturnas, ensalivando la mampostería con sus abyectos círculos en descenso. Son aguijones dorados que translucen una pedorra sensiblería de polleras escocesas tableadas y guillerminas de charol. El techo negrea de estos aguijones.

He pensado más de una vez en aprovechar el pan viejo haciendo finísimas tostaditas con él. Metiéndolo en el horno sólo un rato, podría hacer una suerte de galletita crocante de pan viejo, pero los aguijones empiezan a terminar apenas un zumbido escatológico y demencial. Extremadamente agudo, obtuso y chillón. Recuerdo otras ferias laxantes, pero no de aguijones. Estos aguijones multiplican la propia existencia, la hacen sofocante, ininterrumpida . ¿El propósito? ¿Exhumar? ¿Finiquitar? Ni viento perdura tras los aguijones. En su lugar, una jauría de fétidas luces amarronadas captan el aire y desplazan la cama unos milímetros. Pero se nota. Absolutamente todo se nota en la cama. Los labios, los mordiscos, las anestesias, el hedor del amor, los líquidos secos... Todo y absolutamente todo se nota, y ni siquiera son las seis de la tarde.

Los aguijones toman el piso, parecen rellenar sus cantimploras con el etéreo jugo de lo que vendrá. Se preparan para una distancia afilada y perfecta, como tensos hilos de nylon. Puedo escuchar, desde allí, que los amplificadores se tuercen, comienzan a tropezar como moscas en un vidrio, insistentemente, y vaya que son cada vez más grandes estos aguijones. Jamás podrían ya penetrar el orgánico cuerpo de un ser, a menos que sus poros fueran hambrientas bocas golosas e ignorantes, pero ni así. Los aguijones que han madurado ya alcanzan el absurdo tamaño de alfombras peludas. Su tacto debe ser cada vez más denso, más oneroso, purulento y, caprichosamente, falto de toxicidad. Son inertes y circulan. Eso pasa. ¿Cuántas veces consideré sacar una botella de agua del grifo de la heladera, traerla allí y verla chorrear su sudor cristalino e inevitable? Pero los aguijones aprietan una opresora siesta sobre el sitio y desarman una ojerosa sonrisa de caramelo blando sobre los pestillos de las puertas. Apenas. Y todavía no son ni siquiera son todavía las seis de la tarde.