François-René de Chateaubriand

Imagine el lector un tomate. Imagine la suavidad de su cáscara, tensa por la madurez e imagine su fuerte color rojo, jugoso y mayúsculo.
Ahora imagine que su morfología se ve afectada molecularmente y suponga que el tomate de este ejercicio se hace de unos brazos en cuyos finales penden unas regordetas y coloradas manitas rojas. Simpáticas. Turgentes.

Imagine que la palabra asno le va muy bien a esas manos. Imagine que este tomate es un asno con sus manos, haciendo gala, en banquetes y fiestas, de una enorme falta de destreza, de una intensa torpeza. ¿Es su falta de piernas y pies lo que lo hace trastabillar socialmente?

Agreguemos un componente más a nuestro juego de imaginación: imaginemos que el tomate ha vivido sus últimos tres años en una fétida mazmorra en un lugar oscuro y húmedo al norte de nuestra querida Sudamérica. Durante esos tres años ha estado sujeto a torturas espléndidas sin chistar ni quebrarse. Ha sido obligado a orinar contra una tabla y otras cosillas de grueso calibre y malas repercusiones. Imaginemos que su sueño de libertad ha sido apedreado sin compasión incluso cada vez que solicitaba un pesebre para las navidades (que le era negado de inmediato ante la copiosa burla de sus verdugos).


Ahora imaginemos que nuestro tomate ve un auto. Un Honda Civic verde oscuro, muy galante, de matrícula LHA 3622, empadronado en el interior de nuestro llano Uruguay. ¿Qué solicita? Bueno pues, todo tomate carece de boca, por lo que si bien esto es un ejercicio, deja en claro el cuestionamiento en forma de afirmación que intentamos poner en tela de juicio: el tomate no logra lo que quiere. ¿Por qué? La palabra tomate no sufre de afectaciones directas al deporte. Pareciera a primera vista que el deporte y el tomate estuvieran en bandejas diferentes. ¿Es un capricho del dueño de la huerta? ¿Es una decisión conciente del cliente de la verdulería? ¿Qué trama?