Jorge Bucay

Incluso aquí, entre los azulejos perfectos, el hedor es incontenible. Las líneas del sol envuelven los rostros y mueren. Son links que no funcionan, que te traen a páginas perdidas, insignificantes, y los tubos de sangre penden telepáticamente del techo, abriendo unas bocas de oscuro vómito azul e intermitente.

Los retratos dejaron de bastar, Elena. No importa qué hagas hoy con tus caderas. Ni menearlas ni contenerlas. Hay pasto pero todo se encuentra afuera, relleno por el viento, desecado, intensamente vuelto hacia atrás, con pequeñas gotas en los ojos que se secan. Todos esperamos el turno de ir a ducharnos. Lentamente, en una fila que padece del humor de una espada tibia, platónica, con olor a persona anciana que baila un flamenco en cámaras lentas.

El piano de la tarde nos convoca con el cabello empapado, fresco, artificialmente calmado. Los cuchillos están limpios y obsoletos, ajusticiados encima de las mesas ratonas. Funciona Google. Y una mampara semi transparente se quiebra sin ruido, sin volcarse ni sonidos. Apenas el plomo de cuerpos que caen al suelo, golosamente inertes. Es un pequeño fiasco que dormiré en este orgasmo blanco, de alas truncas y polvillo extra aromatizado. Es posible que sea lila cuando veas por el filo de mis gafas. Y las puntas de mis dedos desparramarán toda el habla en esotéricos jabones de grasa con voces de mujer. Cierran las persianas. Empieza, tropieza la conversación.

Luego te llamo.